2.5/5

El director quiteño Juan Sebastián Jácome (Ruta de la luna, 2012) explora las mecánicas de un hogar roto en su segundo largometraje, Cenizas. Todo mientras el residuo volcánico del imponente Cotopaxi amenaza con cubrir Quito por completo.

Dentro del género dramático ya han habido exponentes a los cuales Cenizas se asemeja, como La celebración (Thomas Vinterverg, 1998) y Señorita violencia (Alexandros Avranas, 2013), pero la forma en la cual Jácome se aproxima a la problemática de la película es alarmantemente pasiva, por no decir indiferente.

Con la inminente explosión del volcán acercándose, Caridad (Samantha Caicedo), una quiteña veinteañera estudiante de arquitectura, busca refugio en el hogar de su padre, Galo (Diego Naranjo), de quien se separó abruptamente hace quince años cuando éste huyó después de una serie de acusaciones en su contra. En tanto la ceniza expulsada por el volcán recubre todo a su paso, secretos familiares que salen a relucir ponen en peligro la reconciliación entre un padre y su hija.

A lo largo de varias entrevistas, Juanjo, como es apodado el joven director, se ha encargado de explicar – innecesariamente – con lujos de detalle el lenguaje – muy elemental, dicho sea de paso – bajo el cual opera Cenizas. Y es que no hace falta darle masticado al espectador que yuxtaponer imágenes de una discusión con las de ceniza siendo expulsada de un volcán representan la tormenta (una muy literal) que está por venir. Películas como Cenizas deberían generar indignación, asco. Pero por cómo se dan las cosas en el tramo final, lo más probable es que genere risas, lo cual terminó ocurriendo en mi función.

Quisiera diseccionar más el argumento, pero por obvias razones no lo haré; aunque de hacerlo no habría mucha diferencia porque aquella gran revelación no tiene un impacto significativo ni en la propia película. Jácome, también acreedor del libreto, se ha referido a cómo la cinta pretende hablar sobre el silencio de la violencia doméstica, pero en Cenizas jamás se siente ese grado de complicidad el cual él alude.

Más allá de la forma en la cual es retratado el tema del cual Cenizas busca generar una discusión, el problema más grande de la película es la ausencia de una atmósfera. La grisácea propuesta estética de Simon Braur (Alba, 2016) está ahí, pero de nada sirve si algo tan atroz como lo que se retrata aquí es tomado con tanta ligereza.

Ausente en el momento más climático de la película, Samantha Caicedo cumple modernamente como la hija recluida que se distancia de su familia. Quizás lo mejor que podemos decir de Cenizas es la consistencia de Diego Naranjo, cuyo personaje no sale ileso por las falencias de la dirección. Pero con apenas 80 minutos de duración, este es uno de los dramas ecuatorianos más tediosos que se han visto en los últimos años.

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