Desde que empecé a escribir sobre cine hace más de cuatro años puedo decir con seguridad que he atendido a cerca de 150 proyecciones de películas, y nunca antes me había tocado vivir algo como lo que experimenté el pasado Viernes durante una función estreno de El conjuro 2. 

Desde haber visto cómo casi dos personas se van a los puños durante una proyección de Francotirador hasta escuchar a un recién nacido llorar por casi media hora hasta que sus padres (y el bebé, obviamente) fueron expulsados de la sala durante Operación monumento, creía que lo había visto y escuchado todo, pero nada como lo del Viernes. Esto tiene que parar, y los cines deben hacer algo al respecto.

Asisrtir al cine debería ser una buena experiencia. Nosotros pagamos dinero a cambio de escapismo cinematográfico. Pero el cine pierde su efecto cuando ves una película rodeado de personas que patean asientos, hablan durante la función, y peor aún, que comienzan a tomar fotos para seguramente compartirlas en Snapchat y hacer alarde de su vida social. Algunos tienen tal descaro que lo hacen con el flash de la cámara encendido, lo cual ilumina la sala por unos segundos haciendo que la luz rebote contra la pantalla. El cine es un lugar público, y quieran o no, las personas deben comportarse como lo harían en un espacio que comparten con otros, no como si estuvieran en la sala de su casa.

Inglorious Basterds

Inglorious Basterds (Quentin Tarantino, 2009)

La sala es oscura, la pantalla gigante y el sonido envolvente por una razón: capturar la atención del espectador. Pero de nada sirve cuando desadaptados sociales dejan sus modales (asumiendo que los tienen, aunque lo dudo) cuando cruzan la cortina para entrar a la sala. Técnicamente, estás personas pagan $5 dólares no para ver la película, sino para arruinarle la experiencia a los demás.

No quiero entrar en detalles de lo que ocurrió durante mi función de The Conjuring 2, pero para que tengan una idea, al final de la película dos “mujeres” que estaban un par de filas más atrás de la mía empezaron a gritar “ya chúpasela” durante la escena en la que los investigadores Ed y Lorraine Warren comparten un inocente baile. The Conjuring 2 no es una película de contexto o subtexto erótico o sexual, pero aun así, estas dos energúmenas no pudieron aguantar sus ganas de gritar cualquier improperio que salga de sus bocas solo para recibir algo de atención.

Hasta cierto punto se puede tolerar que pateen tu asiento no una, si no varias veces, o que saquen sus smartphones gigantes sin siquiera bajarte la intensidad al brillo de la pantalla porque no pueden estar despegados de Whatsapp por más de cinco minutos. Pero den por hecho que si hubieran más personas así en el mundo, las salas de cine se transformarían en un circo y ver una película en paz, como se supone debe ser vista, sería imposible.

500 Days of Summer

(500) Days of Summer (Joss Whedon, 2008)

Los modales vienen de casa, pero no por eso los cines deben fiarse de la “buena fe” de sus asistentes, y es por eso que también comparten culpa en esto. La postura de las cadenas de cines de prohibir el uso de celulares o que las personas hablen durante la película ha sido bastante floja, por no decir inexistente, y si por un segundo creen que cada vez menos personas van al cine por servicios prácticos de streaming como Netflix, están equivocados. Las personas ya no están yendo al cine porque no quieren lidiar con idiotas sin educación.

Cuando leo o escucho que alguien dejó de ir al cine, me pregunto “¿pero qué clase de persona podría dejar de ir al cine?” Pero después de lo que experimenté el pasado viernes, lo entiendo perfectamente. No hay nada peor para un cinéfilo que salir de un cine y no querer regresar mas.

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