Deseo prohibido, de Halina Reijn.
Mientras veía a Nicole Kidman, a sus 57 años, en cuatro, bebiendo leche de un plato como un gato sediento, no podía dejar de preguntarme qué la pudo haber convencido de aceptar el rol protagónico del tercer largometraje de ficción de Halina Reijn (Muerte, muerte, muerte), Deseo prohibido. ‘¿Qué tiene que probar?’, retumababa en mi cabeza. Y no es que estemos hablando de una Demi Moore, tan necesitada de La sustancia como la olvidada actriz a la que interpreta en aquella película.
Kidman, que jamás le ha huido a roles que la obliguen a estar en cueros (Ojos bien cerrados, La piel del deseo y hasta Dogville de von Trier), da un salto de fe, no menos audaz a esta altura de su carrera, con Deseo prohibido, una provocadora mirada, diseñada para incomodar y hasta ofender, sobre la insatisfactoria vida sexual de una exitosa mujer de negocios.
Romy Mathis (Kidman) es la empoderada CEO de una compañía de ventas por Internet (algo así como Amazon) que tiene su vida en aparente orden. Su esposo, Jacob (António Banderas), es un exitoso director de teatro, mientras que sus hijas adolescentes (una más rebelde que la otra) atraviesan plena pubertad. Todo “normal” hasta ahí, pero, y este es el gran pero, Jacob es tan “aburrido” en la cama que nunca le ha hecho sentir un orgasmo a su esposa. Un día en el trabajo, Romy descubre que debe asesorar a Samuel (Harris Dickinson), un joven pasante, al que doblega en edad, con el que comienza una retorcida aventura de poder, sumisión y fetichismo.
Más que un intercambio de fluidos, un roce de cuerpos o una práctica reproductiva, el sexo, así como un espacio de trabajo, es toda una dinámica de poderes. Por ese sentido se entiende la humillación voluntaria a la que se somete Romy, no solo ante alguien mucho más joven, sino mucho más por debajo en su círculo laboral.
Reijn, que hace dos años concibió su Asesinato en el Orient Express para la idiota Generación Z del TikTok y los retos de redes sociales, aborda la problemática de Babygirl con más tacto que Infidelidad (Adrian Layne, 2002), un melodrama sobre una mujer insatisfecha que arruina por completo su vida (y la del pobre de Richard Gere) por andar de amoríos con un joven intelectual. Un italiano con un acento seductor, ni mucho menos, que prometía romper la monotonía de su perfecta existencia en un acomodado barrio en las afueras de Nueva York. En Deseo prohibido, al menos, todo es superficial. La perfecta vida de Romy es una fachada que esconde una frustración sexual que la obliga a consumir pornografía justo después de fingir un orgasmo frente a su cónyuge.
Lo que sí me resulta fascinante es cómo Reijn, que se lava las manos únicamente por hacernos sentir un ápice de simpatía por Romy, es capaz de ofender más sensibilidades que, por ejemplo, el sadomasoquismo al que someten a Dakota Johnson en la trilogía de Cincuenta sombras.
Kidman, incluso en un rol naturalmente sumiso, toma las riendas del relato como una férrea mujer que explora los límites de su sexualidad (y su vulnerabilidad) sin importar las consecuencias en su vida privada y profesional. Dickinson, quien precisamente se dio a conocer en Beach Rats (Eliza Hittman, 2017) por hacer de un corpulento adolescente que tiene sexo en línea con hombres mayores, no se aminora dando vida una suerte de encantador de serpientes capaz de poner a cualquiera (literalmente) a sus pies.
Ahora, también hay cabida para una lectura sobre cómo las mujeres mayores, en su afán de ganarle la carrera al reloj, caen en actitudes juveniles (he ahí Babygirl, el título original de la película), ya sea experimentando con su sexualidad fuera del matrimonio, soltándose en un rave como una veinteañera o hasta inflándose los labios a punta de bótox.
Podrá resultar chocante, es así por diseño, pero Deseo prohibido logra dejar una huella dentro de un tipo cine que se caracteriza por un erotismo estrictamente banal.