De Brady Corbet

A inicios de la década de los cuarenta, un grupo de prisioneros judíos en el campamento de concentración de Auschwitz fueron obligados a cooperar con sus verdugos, los nazis, en el genocidio sistemático de los suyos. Su labor consistía en retirar los cadáveres de las cámaras de gas y llevarlos a los crematorios donde serían reducidos a un humo tan ennegrecido como el alma de sus ejecutores. Eran conocidos como Sonderkommandos y su martirio fue bien retratado por Láslò Nemes en la angustiante Son of Saul, ganadora de la Palme d’Or en 2015.

Lo que los sobrevivientes del holocausto seguramente no esperaban es que, a miles de kilómetros, en un país diferente, seguirían siendo objeto de abuso de una sociedad resignada a “tolerarlos”, y nada más. Así es cómo Brady Corbet en su tercer largometraje de ficción, El brutalista, plasma la sufrida existencia de un judío incapaz de escapar de la sombra del antisemitismo.

A su llegada por ferry a Nueva York, Lázló Toth (Adrien Brody), un arquitecto húngaro formado en las bellas artes, se ve sobrecogido y maravillado por la monumentalidad de la estatua de la libertad y la promesa de un futuro mejor. Lázló ha llegado solo a la ciudad porque su esposa, Erzsébeth (Felicity Jones), se ha quedado en Hungría haciéndose cargo de su sobrina huérfana, Zsófia (Raffey Cassidy), que ha perdido el habla por los horrores que presenció en los campamentos de concentración. Lázló es recibido por su primo, Attila (Alessandro Nivola), quien le ofrece techo y un trabajo en su modesta mueblería. Un día, un afluente empresario (Joe Alwyn) llega al almacén en búsqueda de carpinteros que puedan renovar una anticuada biblioteca como regalo para su padre. El patriarca en cuestión resulta ser Harrison Lee Van Buren (Guy Pierce), un poderoso aristócrata de gusto adquirido que se hace eco del innegable talento de Lázló, lo cual lo motiva a contratarlo para que asuma la construcción de un masivo centro comunitario en su propiedad, una labor cuya complejidad excederá los aspectos arquitectónicos.

El cine sobre los horrores del holocausto es diverso en su abordaje y ejecución. Por un lado hay documentalistas como Claude Lanzmann que filman 350 horas de testimonios con sobrevivientes del régimen Nazi bajo la consigna de que la masacre no debe ser olvidada. Del otro, existen obras de visionado obligatorio como La zona de interés (y la ya mencionada Son of Saul) que, por medio de ingeniosas propuestas fotográficas basadas en encuadres reducidos, no niegan la violencia, pero tampoco la hacen foco principal del relato. El brutalista bebe de esta segunda vertiente, porque, al menos en los primeros dos tercios de metraje, Cobert expone un maltrato que si bien no es físico (lo será), pasa más por la degradación, por el ver por encima del hombro, por el rechazo intrafamiliar. “Los toleramos, Láslò”, chispotea el heredero del trono Van Buren, la manzana podrida de la familia, en un momento de embriaguez.

La foto de Lol Crawley, desde el comienzo, nos va dando un aviso que, al menos para los judíos que migraron, el sueño americano no sería más que un espejismo. En uno de los primeros pasajes, precedido por una referencia muy obvia a la escena de las duchas de La lista de Schindler, un plano contrapicado desfigura la forma de la estatua de la libertad. En momentos dados, un furioso travelling se apropia del encuadre, indicando un progreso en la sociedad que no se traduce a la asimilación del pueblo judío. El grano que proporciona el celuloide de 35 mm impregna cada plano de una melancolía que solo un migrante injustamente desplazado podría entender.

Brody, que ya hizo de un sobreviviente del nazismo en El pianista de Polanski, trae a la vida a su Láslò como un damnificado que hasta debe preocuparse por si el tamaño de su nariz delata su judaísmo. Como su primo que se convirtió al catolicismo, Lázló, en el primer capítulo de la película, “The Enigma of Arrival“, oculta sus orígenes como si se tratara de un espía soviético en plena Guerra Fría. Brody y Jones dejan el alma en cada una de sus escenas como un matrimonio en la cúspide del colapso. Pearce, que aún tiene pendiente sus flores, trae a la vida a Van Buren como un póster de la discriminación de clase y etnia. Es un trabajo soberbio con el que debería subir su estatus en Hollywood.

Abarcar en una ficción de casi cuatro horas la experiencia judía a orillas del fin del Holocausto es una tarea tan monumental como la obra del propio Lásló Toth. Por si las casi diez horas de Shoa no fueron suficientes, Lanzmann dedicó el resto de su vida a la causa. Antecedentes así solo eleva aún más el trabajo de Corbert y su esposa también directora Mona Fastvold. El brutalista, por donde se la mire, es un triunfo. Una catarsis de película.

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