Al igual que muchas transposiciones en live-action que Disney ha estrenado durante estos últimos años, no hay nada particularmente especial sobre Dumbo, una película en la que la influencia de Burton pasa casi desapercibida.
A pesar que Tim Burton es acreditado por ser una de las mentes más imaginativas de Hollywood, en esta década el director no se ha dedicado a otra cosa que no sea adaptar películas de material preexistente. Así llega a los cines su tercera colaboración con Walt Disney Pictures, Dumbo, adaptada del film animado estrenado en 1941 sobre un elefante que es usado como una atracción circense debido al peculiar tamaño de sus orejas, las cuales le permiten volar.
Como muchas transposiciones en live-action que Disney ha estrenado durante estos últimos años, no hay nada particularmente especial sobre Dumbo, una película plana en la que la influencia de Burton pasa casi desapercibida.
Es 1919 y Holt Farrier (Collin Farrell), un veterano lisiado de la Primera Guerra Mundial, regresa al circo donde solía trabajar para hacerse cargo de sus hijos, Milly (Nico Parker) y Joe (Finley Hobbins), y de una elefante embarazada bajo encargo del avaro bienintencionado que es dueño del lugar, Max Medici (Danny DeVito). Con el circo necesitado de una atracción debido a la crisis que atraviesa, un día la elefante da luz a una cría con una particularidad: el desproporcionado tamaño de sus orejas. Con el tiempo, los hijos de Holt crean un vínculo con el elefante, el cual es apodado Dumbo, y descubren que puede volar, algo que llama la atención de V.A. Vandevere (Michael Keaton), un malvado empresario que planea transformarlo en la atracción principal de su parque de entretenimiento en Nueva York.
Si en algo son similares casi todas las adaptaciones que Disney manufactura – empleo esta palabra ya que como suerte de fábrica el estudio produce estas películas a un ritmo que realmente no equipara su demanda – es que todas juegan a lo seguro. Es como si Disney se conformara con el hecho de recrear sus películas con actores reales y algo de magia computarizada. Porque así es como se percibe a Dumbo.
Tim Burton no ha creado nada memorable en años – quizás, para eso tendríamos que remontarnos a su adaptación del musical Sweeney Todd, el barbero diabólico de la Calle Fleet, estrenada en 2007 -, pero su presencia detrás de cámaras nunca se había sentido tan corroída hasta ahora.
En el fondo, Dumbo es una historia sobre auto-aceptación. El mensaje, además de trillado, ya es bastante plano de por sí como para realizar una adaptación al rededor de él. La película tiene sus momentos de gracia, en parte al encanto del diseño de Dumbo, pero no propone nada novedoso que no se haya visto antes en películas sobre animales rechazados víctimas de abuso.
Farrell, no ajeno a las adaptaciones de Disney (tuvo un rol secundario en El sueño de Walt, 2013), cumple moderadamente al igual que el resto del reparto, quienes ocupan roles bastante estereotipados. DeVitto como el codicioso dueño del circo, Keaton como el malvado abusador, Eva Green como una seductora trapecista parisina y Milly – la hija de Holt – como la sobrexposición narrativa personificada.
Al fin de cuentas, y a pesar de ser disfrutable en sus casi dos horas de duración, Dumbo se siente como una reimaginación – actualización del clásico animado estrenado hace casi un siglo – al pie de la letra en la que la mano de su director es imperceptible.