De Coralie Fargeat.

Tratándose de una industria constituida hasta la fibra por el exceso, la explotación y la doble moral, Hollywood, cuan buldócer, aplasta todo a su paso.

Siete años ausente detrás de cámaras, Coralie Fargeat (Violencia del más allá, 2017) se gradúa como una de las mejores directoras de género trabajando en Europa gracias a La sustancia, una subversiva, retorcida, elocuente y (necesariamente) violenta experiencia sensorial sobre la vanidad, el consumo y la agobiante presión que cae sobre los hombros de toda mujer pasada cierta edad en la industria del entretenimiento.

Elisabeth Sparkle (Demi Moore) es una actriz que lo tiene todo: una estrella en el Paseo de la fama de Hollywood, un exitoso programa de aeróbicos en televisión, un Oscar en su vitrina, su rostro plasmado en vallas publicitarias colgadas en toda la ciudad y, lo que cualquier adulto aspira: una carrera estable. Su situación da un giro irreversible cuando, durante su cumpleaños número cincuenta, es humillantemente despedida por su tiránico jefe (Dennis Quaid). El día empeora aún más cuando sufre un aparatoso accidente de transito que la deja postrada en una camilla de hospital. Es ahí donde recibe un misterioso USB etiquetado con el nombre “La Sustancia”, un suero, con indicaciones y todo, capaz de crear una versión más joven y bella de quien tenga la valentía (o estupidez) de inyectárselo. En la calle del olvido, Elisabeth cede a sus inseguridades y usa La Sustancia, resultando así en el nacimiento – literalmente – de Sue (Margaret Qualley), un otro yo con el que libra una masoquista batalla por su propio cuerpo. 

La mirada masculina es un tema que caracteriza el cine de la realizadora parisina, pero en La sustancia la mirada de la mujer, especialmente hacia sí misma, es igual de relevante. La contemplación frente al espejo, un recurso abusado tanto por guionistas novicios como profesionales, adquiere una connotación que trasciende lo “reflexivo”. Esto último es posible gracias al entregado trabajo de Moore, quien, a lo largo de su carrera, no ha temido ponerse en lugares vulnerables, ya sea interpretando a una bailarina exótica posterior al ridículo que generó Showgirls (Paul Verhoeven, 1994) dos años antes o rapándose la melena para G.I. Jane de Ridley Scott. Desde ese sentido, fue una elección perfecta para el papel.

Qualley, por el contrario, brilla como el eye candy por el que muchos ejecutivos en traje matarían. La actriz habita los espacios altamente intervenidos (ni un daltónico se salva del intenso rojo de los sets) de tal forma que parece estar bajo los efectos de un filtro permanente de Instagram. La personificación perfecta de la belleza idealizada. Fargeat, a través de diversos tiros de cámara, hace un recorrido constante (y hasta morboso con un fin no explotativo, podría argumentarse) de la curvilínea figura de Sue, objeto del deseo de ese otro yo que reposa desnudo en un baño impoluto que captura la esencia de la puesta en escena de la película.

Quaid, encasillado durante años al rol de padre responsable, devora sus escenas como un grotesco y prepotente magnate de la industria del entretenimiento, demasiado embriagado con el poder, que bien podría haber salido de la pesadilla de alguna actriz que vivió en carne propia lo que desencadenó el #MeToo.

La sustancia, ganadora del premio a Mejor Guión en Cannes, es una poderosa alegoría sobre el exceso y la autoflagelación a la que nos sometemos en búsqueda de la aprobación de terceros. Ciencia ficción con sesos y consciencia. David Cronenberg estaría orgulloso.

Crédito: MUBI

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