Mank, de David Fincher.
En esencia, Ciudadano Kane, considerada hasta el día de hoy – y con buena razón – como la mejor película de la historia (testamento de lo mucho que Orson Wells estaba adelantado a su tiempo), es un drama sobre un corrompido magnate de la comunicación que se ve a sí mismo en un camino de autodestrucción en búsqueda de poder político.
Es, así, que la película sobre el proceso de escritura de Ciudadano Kane se excomulga de los cánones de la biopic tradicional (una que trasciende las fronteras de un simple making of), resultando en Mank, la película más atípica de la filmografía de David Fincher.
Es 1940 y Orson Wells (interpretado por Tom Burke) es dado libertad creativa de una RKO Pictures en el ocaso. Mientras trabaja en su adaptación de Heart of Darkness, Wells se contacta con Herman J. Mankieciwz (Gary Oldman) para que se haga cargo del guion de la que será su próxima película. Postrado a una cama luego de un accidente en auto y víctima de su severo alcoholismo y dilemas personales, ‘Mank’, como es apodado el dramaturgo transformado en guionista, se propone, con un deadline de sesenta días por delante, a terminar el libreto con la ayuda de su leal secretaria, Rita Alexander (Lily Collins), y a pelear por la autoría del que él está convencido es su mejor trabajo.
Partiendo de un guion que su padre, Jack, escribió en 2003 (con retoques de Eric Roth), Fincher, quien a lo largo de su carrera ha estado más del lado de Wells que del propio Mankieciwz al jamás haber dirigido algo con su firma en el guion, entiende (de primer mano, claro está), toda la mierda que viene adherida a la industria, lo cual, al igual que la recreación de la Hollywood de la época dorada, se traduce bien en Mank.
Como expliqué en las líneas de arriba, Mank no se trata de una “película sobre la realización de una película” así como La red social no es la “película sobre la creación de Facebook”. Mank es un buen testamento de la aristocracia que tenía bien sometida a una industria elitista en la que los guionistas, por así decirlo, estaban al fondo del orden jerárquico.
El multifacético de Gary Oldman vuelve a demostrar porqué es uno de los mejores actores laburando hoy en día trayendo a la vida a Mankiewicz como un escritor bajo la merced de su adicción, el sistema de estudios y un prospecto en Wells.
El lúcido trabajo de Lily Collins – en el mejor rol de su carrera – hace que ese decir de “detrás cada gran hombre hay una gran mujer” cobre sentido. La actriz británica se pone bajo la piel de la asistente (más bien mucama) que, a pesar de todo, encarrila la vida personal y profesional de ‘Mank’ mientras espera noticias de su esposo que ha desaparecido durante la guerra.
Fincher vuelve a reunirse con el equipo bien aceitado que lo ha acompañado desde La red social: Trent Reznor y Atticus Ross en la composición musical y Kirk Baxter – sin Angus Wall – en el montaje. La ausencia más grande fue en cámara, con Erik Messerschmidt, quien ya trabajó con el director en Mindhunter, reemplazando a Jeff Cronenweth. A pesar del cambio, Mank tiene la foto en blanco y negro en digital más hermosa probablemente desde Cold War.
Seis años nos privó Fincher de su buen cine, y si es de ser brutalmente honesto, la espera no valió la pena. Claro que la virtud más grande de Mank yace en aceptar de brazos abiertos la politiquería que impregna Ciudadano Kane, pero la película se siente más como un pretexto de un director que quizás quiere rendir homenaje al trabajo póstumo de su padre o añadir su grano de arena al cine de blanco y negro en la forma de una honesta carta sobre las maquinaciones de Hollywood.
No esperen descubrir el misterio detrás de “Rosebud” tampoco.