The Nest, de Sean Durkin.
Desde perdida (David Fincher, 2014) las mecánicas de la vida matrimonial no habían sido tan fríamente diseccionadas como lo hace el realizador inglés Sean Durkin (Martha Macy May Marlene, 2011) en su segundo largometraje dramático, The Nest, un sórdido retrato sobre un matrimonio fundado en mentiras, falsas apariencias y fricciones culturales.
Rory O’Hara (Jud Law) es un inversionista y la clase de padre que juega fútbol con su hijo, Ben (Charlie Shotwell), y su mejor amigo, y que habla en la jerga de su hijastra adolescente, Sam (Oona Rocha). Rory tiene una vida de casado estable en un vecindario neoyorquino de clase media junto a su esposa americana, Allison (Carrie Coon), una profesora de equitación. Todo parece marchar bien hasta que Rory sorprende a su familia con la noticia que deben hacer maletas rumbo a Inglaterra, donde le espera una oferta de trabajo con su antiguo empleador. Así, los O’hara se mudan a una tétrica mansión en Surrey, un condado en las afueras de Londres, donde las fracturas internas de la se vuelven evidentes.
Tomando vivencias personales para hilar el relato, con The Nest, selección oficial del Festival de Cine de Sundance, Durkin transmuta la noción de lo que constituye el sueño americano presentándonos a una familia, a simple vista perfecta, que pone todo en juego por las pretensiones arribistas de su patriarca, quien toda su vida ha vivido convencido de poder llevar con todo el peso por su cuenta.
Ambientada en la década de los ochenta (puede, como puede que no, durante la recesión económica de aquellos años), Durkin, en lo que a momentos parece una historia de fantasmas sin fantasmas (la arquitectura gótica y tenebre de la mansión es algo que potencia esa observación), explora de cerca y con mucha fidelidad el colapso de una familia de clase media que se muestra vulnerable ante un drástico cambio.
Filmada con película de 35 mm en una relación de aspecto de 1:85:1, el brillante trabajo fotográfico del DF húngaro nominado al Oscar, Mátyás Erdély (Son of Saul), se funde perfectamente con la contemplativa puesta en escena de Durkin (no tanto como el de su ópera prima, vale añadir), dando como resultado una propuesta de limitados movimientos de cámara, planos largos y escasos contraplanos, lo cual, en conjunto con la elocuencia de los silencios, juega a favor del espléndido trabajo de Law y Coon, quienes, con mucha crudeza y honestidad, reflejan los puntos altos y bajos de un matrimonio sin caer en lo melodramático.
Ocho largos años después de su ópera prima, Durkin regresa como un cineasta más maduro poniendo firma a uno de los dramas más sinceros y desoladores del año.