Ámsterdam, de David O. Russell.

1.5/5

La enfermiza obsesión de Hollywood con revisitar el fascismo (en plan de “no olvidar para volver a vivirlo”) ha cobrado en David O. Russell su nueva víctima.

En lo que parece un regreso calculado del cine a su era propagandista, el director de Estafa americana y Joy: en nombre del éxito vuelve después de siete años con Ámsterdam, un tedioso intento de whodunit de más de dos horas que pone sobre la mesa un misterio carente de intriga y un trío protagónico que comparte menos química que una tabla periódica.

Burt Beredsen (Christian Bale) es un veterano de la Primera Guerra Mundial que, tras su desembarque de regreso en Nueva York, se dedica a asistir a soldados dados de baja con prótesis de porcelana y medicamentos experimentales. Es en la ciudad dónde se reencuentra con Harold (John David Washington), un buen amigo de sus días como militar que ahora ejerce de abogado. Éste le informa a Burt sobre la sospechosa muerte de Bill Meekins (Ed Begley Jr.), senador que fue teniente de ambos durante la guerra. Cuando, bajo pedido de su hija Elizabeth (Taylor Swift), se confirma en una autopsia que Meekins fue envenenado, Burt y Harold se ven envueltos en una conspiración que los pone en el camino de Valerie Voze (Margot Robbie), una encantadora enfermera a la que conocieron en Francia que, por cosa del destino, vuelve a sus vidas.

Si algo no se le puede reprochar a Russell es la dirección de actores. Y es que el punto más solido de Ámsterdam, así como en El peleador y El lado luminoso de la vida, es el diseño de personajes, porque independientemente de la mescolanza de trama que ha… “craneado”, cada actor de la película tiene mucho qué masticar. Ya sea Robbie con su enfermera que crea arte plástico con restos de metralla, Anya Taylor-Joy en un rol secundario como su tensa cuñada o hasta Bale haciendo de una caricatura maltrecha con un ojo de vidrio. Son roles muy pintorescos que chocan de cara con la puesta en escena de film noir.

Aun con el evidente esfuerzo invertido por Russell escribiendo estos roles desde cero, la historia es innecesariamente intrincada, los giros carecen de algún impacto significativo y el ritmo siempre se traba por largas conversaciones que ni con la ayuda de flashbacks se digieren bien.

Con el antecedente de Russell dirigiendo en sus inicios buenas comedias negras – entre ellas una de incesto entre un hijo y su madre -, sorprende el fiasco que es Ámsterdam. Sin embargo, la tendencia de ciertos directores por adaptarse a estos tiempos de sobresaturación política ya le pasó una mala jugada a Adam McKay con su risible – no por los motivos que piensan – sátira para Netflix, No miren arriba.

Un director como Wes Anderson hubiese hecho maravillas con estos personajes, comenzando por ubicarlos en un universo apto para sus excentricidades y manierismos. Pero con Ámsterdam, una película que definitivamente revalida que más no siempre es mejor, Russell palidece ante colegas suyos – Oliver Stone – que han hecho precisamente una carrera como portavoces políticos.

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