Black Bear, de Lawrence Michael Levine.

4/5

Los artistas son seres complicados con vidas aun más complicadas. Eso queda abundantemente claro en la película más desafiante – y meta – de Lawrence Michael Levine, la selección oficial de la presente edición del Festival de Cine de Sundance, Black Bear

Levine ya había explorado la compleja dinámica entre dos jóvenes actrices de presentes opuestos en la brillante – y altamente recomendada – Always Shine para Sophia Takal, pero en su tercer largometraje, el director expande ese tema de estudio para un retorcido retrato sobre la nociva colaboración entre un cineasta y su protagonista, que resulta ser su novia.

Allison (Aubrey Plaza) es una actriz transformada en directora (según ella porque ya nadie le da roles) que llega a una remota – y espaciosa – cabaña en medio de un bosque en las afueras de Nueva York para agarrar inspiración y trabajar (con suerte) en su siguiente proyecto. La cabaña en cuestión le pertenece a Blair (Sarah Gadon) y Gabe (Christopher Abbott), una pareja treintañera a la espera de su primer hijo que ve cómo diferencias y frustraciones salen a flote con la llegada de su invitada.

No diré que dramas independientes sobre terceros que llegan a quebrantar una supuesta armonía están de más, porque siempre se aprecian esas joyas que salen de Sundance. Pero Black Bear es mucho más que una película sobre conversaciones incómodas y crisis de milleannials (aunque sí tiene algo de esto último).

En el primer tramo del relato vemos a una poco expectante Allison llegar a esta suerte de retiro, donde congenia al instante con Gabe, un hombre que da todas las señales de vivir subyugado ante la ideología de su mujer, quien parece tener una opinión sobre todo.

El trabajo de Abbott, a quien ya vimos este año en Possessor, es notable. Basta sólo la segunda escena – su primera, en realidad – para ver, sin la necesidad de primeros planos ni algún artificio, que su personaje es un hombre que necesita a gritos un break (ya sea de la intensa personalidad de Blair o de su inevitable destino como padre) de la realidad tanto como Allison.

Botellas de vino se abren, discusiones delicadas florecen y así es como se da lugar a momentos reveladores en los que, por ejemplo, una enajenada Blair descubre que Gabe no está de acuerdo con lo que representa algo que parece apasionarla mucho: el feminismo. Una cosa lleva a otra y un accidente de grandes proporciones tiene lugar. Todo va de mal en peor para Allison hasta que nos enteramos que… todo se trata de una película.

Mejor dicho, una de las escenas de la nueva película de Gabe, quien en realidad resulta ser un abusivo director (la masculinidad tóxica personificada) con métodos extremos que envían a Allison a un espiral de autodestrucción – y autodesprecio -en pleno set de rodaje. Algo parecido a lo que tuvo que haber experimentado Shelley Duvall durante el rodaje de El resplandor.

En Always Shine, Levine ya nos mostró lo bien que puede manipular nuestra percepción, pero en Black Bear esa misma mecánica se siente como un golpe seco directo en la boca del estómago. Una película con un final potente que tocará una fibra especial a quienes sepan cuánto consume hacer arte.

Un himno a la toxicidad.

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