De Darren Aronofsky.

2/5

A lo largo de la década de los noventa, Hollywood no tuvo en su banquillo a un actor más predispuesto que Brendan Fraser. Eso (o quizás también un mal agente) solo explicaría una multifacética carrera que lo sacó constantemente de su comodidad con roles como el de un rockero fracasado, un héroe de acción en el desierto, un oficinista que pacta con el diablo y… George de la selva. Solo alguien que emana aquella indecisión respecto a su lugar en la industria podría arrojar la moneda al aire para dar vida a un profesor homosexual de 600 libras que no puede masturbarse sin correr el riego de sufrir un infarto.

Adaptada de la obra del mismo nombre, La ballena es la película peor escrita que Darren Aronofsky ha dirigido. Esta es una adaptación que implora arrodillada por nuestra lástima, y es solo por la sacrificada personificación de Fraser que no estamos ante un retrato melodramático que no discierne entre escritura cinematográfica y escritura teatral.

Charlie (Fraser) es un profesor de literatura tan avergonzado de su descuidada apariencia que imparte clases virtuales con la cámara apagada de su portátil. Postrado en un sofá que apenas soporta su mórbido peso, tragar a veces representa un desafío en sí. Charlie recibe con frecuencia las visitas de Liz (Hong Chau), una enfermera que no logra convencerlo de internarse en un hospital que pueda tratar adecuadamente su obesidad. La vida de Charlie toma un propósito cuando su rebelde hija, Ellie (Sadie Sink), pasa por la puerta de su departamento. Al borde de no poder graduarse por malas calificaciones, un desahuciado Charlie acepta redactar los ensayos de Ellie a cambio de que ella lo visite a espaldas de su madre (Samantha Morton).

Al situarse en las dimensiones de la sala de un hombre que apenas levanta un pie del sofá, el libreto del dramaturgo Samuel D. Hunter se ve condicionado por default. Hunter compensa la falta de acciones con un montón de diálogo explicativo que exaspera. Todos los personajes verbalizan hasta el último de sus pensamientos y, peor aun, exaltan a los cinco vientos líneas que no se dramatizan en imágenes, como es el caso de Charlie, un padre que insiste en lo “increíble” que es su hija a pesar que ella lo desprecia por su obesidad y por haberla abandonado a los ocho años por un estudiante con el que mantenía un amorío. Se entiende que el flashback es, en la mayoría de casos, un recurso mal utilizado, pero es preferible a que los personajes reciten sus biografías en escena. El porqué y el cómo de sus vidas.

Está claro que Hunter planeó esta adaptación pensando en la espacialidad de una obra de teatro, pero es una decisión creativa tan simplona como la de Matthew Libatique de filmar en una relación de aspecto de 4:3 para subrayar – aún más – el encierro de un personaje atrapado entre las cuatro paredes de su departamento.

Aronofsky es un director fascinado por los mártires. Por personajes que parten en búsqueda de una redención sin la intención de ser salvados. Y Charlie es tal vez el más grande de todos ellos. El libreto de Hunter bien podría haber tenido la firma de un universitario, pero la dirección desentierra vestigios del mejor Aronofsky, aquél de La fuente de la vida y El luchador, una historia mejor contada sobre la resquebrajada relación entre un padre fallido y su hija adulta.

El aspecto actoral es el punto más potente de La ballena. Con excepción de Fraser, Sink (La calle del terror) y Chau (Pequeña gran vida, El menú) trabajan con meros estereotipos como el de hija emo que sube fotos de animales muertos a Facebook y cuidadora buena gente, respectivamente. Y los hacen con actuaciones fundadas en dolor y resentimiento.

La ballena es la película más sombría y desesperanzadora de Aronofsky desde Requiem por un sueño, pero es seguro decir que este íntimo estudio de la autodestrucción y el perdón jamás hubiese funcionado de no ser por un Fraser que entregó la actuación definitiva de su estrepitosa carrera.

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